Que el hábito de la lectura no tiene fecha de inicio en mi vida y cuando trato de ubicarle alguna, me pierdo en los vericuetos de la memoria. Que de niña escribía cuentos aunque nadie me los leyera, y fue el maestro Jairo Aníbal Niño quien me animó a mostrárselos a otros.
Que soy capaz de dejar de dormir y comer con tal de seguir leyendo un libro que me interesa. Que de mozuela llevé varios diarios, todos con llave, pero esta última siempre se extraviaba.
Que crecí en una época anterior a la mía, todo por culpa de la lectura, ya que hojeaba las revistas Laura de cuando mi madre estaba embarazada de mí y escuchaba las historias de un pueblo y unas personas que habían dejado de ser hacía mucho tiempo. Entonces, siempre fui una niña vieja.
Que viajé a Grecia y conocí a sus dioses del Olimpo por un libro que pesaba más que yo, y que llegó a mis manos ya descuadernado porque los verdaderos dueños no lo quisieron mucho. Que supe de Sor Juana Inés de la Cruz, Juana Manuela Gorriti, Victoria Ocampo y Alfonsina Storni comiéndome una enciclopedia llamada "Lo se todo de América", y aprendí a quererlas salvando las distancias de tiempo que nos separaban.
Que rompí en minúsculos pedazos -por allá, cuando tenía 18- una novela comprada con mi primer sueldo, antes de terminar de leerla, por que me decepcionó más allá de la ilusión que me causó al principio.
Que cuando pisé el alma mater terminó de prenderse el motorcito ese de escribir, aunque el resultado fuera malo, y que fue la escritura la que me ayudó a llevar duelos, exorcizar amores y nutrir sueños.
Que fue la vida, con sus reveses inesperados y rutinas asesinas la que me fue aniquilando el impulso de la mano, no de forma definitiva, pero sí dejándolo en coma.