Subí a Transmilenio –el sistema de transporte público de mi ciudad-, con mi hija en brazos. Las sillas de color azul del bus están destinadas a embarazadas, ancianos y personas con niños de brazo.
Un señor con apariencia de enfermo mental o drogadicto, ocupaba una. Ante la urgencia de sentarme le pedí decentemente me la cediera. Me dijo que le daba pena pero no podía y mientras tanto me mostraba una serie de cicatrices en su cabeza, cara y brazos -lo que no implicaba incapacidad alguna para ocupar las sillas de preferencia-.
Todo el mundo presenció la escena, pero nadie me cedió el asiento. Finalmente, una señora acompañada de tres niños pequeños, que ocupaba dos sillas me pidió que le pasara a mi hija para acomodarla con ellos.
Creo que a nadie le ardió la cara de vergüenza. La ciudad nos vuelve violentos, indolentes, ciegos-sordo-mudos, insolidarios y permisivos.