Mi abuelo Toño decidió irse de este mundo un 31 de diciembre, como a las siete de la noche, mientras se sentó para descansar de la tremenda bailada en la que se encontraba, festejando el año nuevo por anticipado.
Se quedó quietecito y los de la fiesta se dieron cuenta, un buen rato después, que no estaba durmiendo precisamente. Ese era el primer año nuevo que planeábamos celebrar en mi casa, donde no acostumbrábamos hacerlo.
Mi madre se había comprado un vestido rojo y unas buenas botellas de champaña, para festejar una fecha que nunca le había interesado. Después de eso, más nunca se volvió a vestir de rojo y se acostaba a las siete de la noche del 31 de diciembre.
El cambio de año nos sorprendió arreglando la casa para el velorio, y al día siguiente, primero de enero, después de dar el pésame, los visitantes se sorprendían deseando a los presentes feliz año nuevo en voz baja, por respeto a los dolientes.
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